Wednesday, February 28, 2007

Primer capitulo de las Ratas JOSE BIANCO

Aqui les dejo primer capiulo del libro "Las ratas" de Jose Bianco. Es uno de los mejores comienzos que he leido. sin embargo luego del amor a primera vista el libro comienza a perder la fuerza.

Capitulo I


Nuestra casa estaba menos silenciosa que de costumbre. Algunos amigos de la familia nos visi­taban todas las tardes. Mi madre se mostraba muy locuaz con ellos, y las visitas, al salir, debían de creerla un poco frívola. O pensarían: "Se ve que Julio no era su hijo".
Julio se había suicidado.
Desde mi cuarto escuchaba la voz de mi madre mezclada a tantas voces extrañas. En ocasiones, cuando yo bajaba a saludar las visitas manifesta­ban estupor ante ciertos hechos no precisamente insólitos: que pudiese estrecharles la mano, respon­der a sus preguntas, ir al colegio, estudiar música, tener catorce años. "Ya es casi un hombre" , decían los amigos de mis padres. "¡Qué grande está, qué desenvuelto! ¡Qué consuelo para el pobre Heredia!" No bien aludían a la muerte de Julio y a punto de repetir después de esta frase, algunos sensatos lugares comunes sobre la caducidad de las cosas hu­manas y los designios inescrutables de la Providen­cia, que arrebata de nuestro lado a quienes con ma­yor éxito hubieran soportado la vida, esa terrible prueba, Isabel hablaba de temas ajenos al asunto, contestando con sonrisas inocentes a las miradas de turbación que provocaba su incoherencia.
Por la noche comíamos los cuatro en silencio, mis padres, Isabel y yo. Después de comer, yo acom­pañaba a Isabel hasta su casa. En la calle oscura, ba­jo el follaje indeciso de los árboles, hacía esfuerzos para adecuar mi paso al de ella, y por momentos, aguzando el oído, distinguía el ruido apenas percep­tible del bastón con el cual se ayudaba para cami­nar. A veces, sin soltarme del brazo, Isabel se dete­nía bruscamente y frotaba la contera de su bastón en las manchas frescas de algún plátano, que muda­ba de corteza. Eran caminatas bastante tediosas. Una noche le rogué a Isabel que intercediera ante mis padres para que no me mandaran al colegio (los cursos empezaban en el mes de abril) porque que­ría quedarme en casa a estudiar el piano. Otra no­che, Isabel se refirió conmigo a la muerte de Julio —por primera y única vez—. El hecho en sí, más que entristecerla, parecía suscitar su desconfianza, su aversión. "Es un acto que no lo representa", balbu­ceaba, como si Julio, al terminar voluntariamente sus días, se hubiera arrogado un privilegio inmere­cido. ¿Qué había querido demostrar con matarse? ¿Que era sensible, escrupuloso, capaz de pasiones profundas? ¿Que ella estuvo siempre equivocada? Ahora, mientras escribo estas páginas y recuerdo sus palabras de esa noche, la evoco a ella —y también a Julio—. Los veo formar una especie de Pietá mons­truosa, y a Isabel, malhumorada, perpleja, sin saber qué hacerse del cadáver del sobrino que le han colo­cado en el regazo, vacilando entre arrojarlo lejos de sí o abjurar de sus convicciones.
Llegábamos a la puerta de su casa. Era una ca­sa de altos, lóbrega, en la calle Juncal. Yo estaba de­seando irme.
—Sí, es preferible que vuelvas —me dijo Isabel—. No quiero complicaciones con tu madre.
Me besó en la frente; agregó:
—Tu madre es una mujer extraordinaria. Debes ser afectuoso con ella, ayudarla en todo lo que puedas.
Por entonces no me gustaba oír hablar de mi madre. En una ocasión, al sorprenderla a solas des­pués de la muerte de Julio, la encontré tan abru­mada y deshecha, con esa expresión de falsa dul­zura que la tristeza pone en los rostros, que no pude hacer un gesto o articular una palabra de con­suelo. Ya se habían ido las visitas. Mi madre, que no necesitaba observar una cortesía minuciosa, ex­plícita, se restituía a su dolor, entraba en la norma­lidad. Y yo ajustaba mi conducta a la actitud de mi madre, trataba de "ser afectuoso con ella" facilitan­do su juego, apartándome de su camino, dirigiéndo­le estrictamente la palabra, con el cuidado de un actor que se esfuerza en no turbar la armonía del espectáculo y se limita a dar la réplica en el momen­to convenido. En ese drama de familia, me imagi­naba a mí mismo como un personaje secundario a quien le han confiado funciones de director escéni­co. Creía ser el único en conocer realmente la pie­za. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapa­ba a los demás.

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